Todos, en lo más profundo de nuestro corazón, sentimos el sentido de los límites: si logramos conectarlo con los límites de los demás, se convierte en una gran fuerza que nos hace testigos de la esperanza.
La vida es una riqueza dada a todos los hombres. El don de la vida, con todas las dificultades y con todas las limitaciones con las que nos fue transmitida, se nos da para enriquecerlo, para ofrecerlo, para darlo. A veces la experiencia que tenemos en nuestra vida nos lleva a vivir la vida un poco como aquel siervo que había recibido un solo talento y estaba lleno de miedo. Miedo que el siervo proyecta en Dios, miedo que quizás llevaba dentro de sí por la experiencia que había tenido anteriormente. Su límite de alguna manera se convierte en su “tumba”. Tener un solo talento acaba siendo su condena.
Todos nosotros, en lo más profundo de nuestro corazón, sentimos el sentimiento de limitación, de nuestra pequeñez, de nuestra dificultad. Nos comportamos dentro de los límites de ser humanos, de provenir de una determinada familia, de pertenecer a un determinado período histórico. Sería un gran problema si nos detuviéramos al límite.
Se trata más bien de acoger en nosotros la pequeñez que sentimos y transformarla en oportunidad, haciéndola nueva riqueza, partiendo de un límite para aumentar y multiplicar ese pequeño bien que ha sido dado a cada hombre; a veces es un hilo muy fino que, en medio del sufrimiento, casi no podemos ver, pero al mismo tiempo es un hilo increíblemente fuerte y robusto porque nos lo dio el Autor del bien. El límite que no se convierte en incapacidad, el límite que no se convierte en bloqueo, el límite que no es aplastado por el miedo al juicio, por la preocupación de los demás, se convierte entonces en una nueva oportunidad, una nueva capacidad de vivir experiencias diferentes, pero sobre todo la capacidad de conectar con el límite de las otras personas para hacer de ellas una gran fortaleza: una fuerza que da sentido y nos hace testigos de la esperanza.
¡Felices Pascuas!